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lunes, 18 de abril de 2016

Daniel Santos, el anacobero de La Habana




En el estudio de RHC-Cadena Azul, el locutor Luis Villader, ganaba el primer aplauso, previo a la salida del cantante. Algo aturdido por los acordes musicales y la ovación del público, el presentador comete un error que estaba lejos de imaginar, definiría al mito.

Como siempre, comenzaba su actuación con la canción Anacobero, del autor puertorriqueño Andrés Tallada, el presentador confunde los términos: “Con ustedes el Anacobero, Daniel Santos”.

Daniel entra danzando, dando nota de la pincelada caribeña, cuando invita a una dama al escenario. Al instante, todas las muchachas quieren subir a bailar con él y se forma ese alboroto en proporción hormonal inusitada, del cual sólo sabemos las cubanas.

Según los códigos lingüísticos de la Sociedad Secreta Abakuá surgida entre los esclavos africanos en Cuba, Anacobero en la jerga del ñáñigo, venía a sonar al común de los mortales como el “diablo”. De su inquietud, después supo La Habana, porque esta vida es un misterio.

Daniel Santos estuvo entrando y saliendo por quince años de la Cubita de sus amores. “Gozando y jodiendo”, dicho por él. Pero, cómo explicar que justo cuando decidió volver a La Habana, la muerte le arrebató el propósito.

Ya en septiembre de 1946, la prensa cubana daba cuenta de sus andanzas. Y no fue por gusto que vino a dar acá, de cuantos lugares había para triunfar o gozarse la vida.

Allá en “el Nuevayol” como solía nombrarlo, conoció a varios músicos cubanos con los que simpatizó y cuando le tocó “decirle adiós a los muchachos”, para servir en una contienda ajena, sostuvo una animada correspondencia con su “madrina de guerra”, la cancionera manzanillera, Toty Lavernia, la estilista del bolero. Al Japón fue a dar un retrato de Toty en una revista habanera. La simpatía entre ellos fue instantánea, al enterarse por la propia publicación, que ella interpretaba muchas de las composiciones que él acostumbraba a cantar.

¡Siento un bombo mamita! Ciertamente Cuba le llamaba. Ya sabía que era un cabaret andante. Daniel creyó, fervientemente, que las mujeres más lindas y los centros nocturnos más espectaculares, estaban aquí. Era su sabor, decía, la ilimitada profundidad de la lujuria.

Por eso, la Habana fue su escenario natural, su casa, su base. No podía vivir sin este aire del Malecón que respiraba al salir de un programa de radio, con cuantas mujeres posibles, los socios al acecho para la parranda o dispuestos para las guaperías.

En las primeras publicaciones aparece con su brazo entorchado en gasa, como consecuencia del terremoto que lo sacudió en la República Dominicana, en días anteriores.

“Ya había alcanzado la posición ambicionada desde muchacho. Yo fui con la orquesta de Pedro Flores y allá estuve dos meses con mis paisanos. Era una artista exclusivo de la Decco y tenía muchos discos grabados. Recibí muy buenas ofertas para Santo Domingo, antes de venir a La Habana a actuar por la RHC-Cadena Azul”, dijo a la revista Bohemia, a su llegada.

Se lanzó a explorar las emisoras cubanas, que para entonces proyectaban desde Cuba, a las mejores voces de Latinoamérica y el mundo. Pero no fue hasta que se unió a la orquesta Sonora Matancera, que alcanzó la cúspide, cuando “uno hizo al otro”.

La escandalosa vida de Daniel Santos, unida a su popularidad incuestionable, inscribió en la memoria editorial, como en la de sus contemporáneos que aún lo veneran, inolvidables episodios. Unas veinticinco mil cartas de apoyo, impidieron que -en el momento de sus “mayores excesos”- la Asociación de Artistas de Cuba lo expulsara del circuito y del país.

Igualmente, la veneración del tristemente célebre presidente, Carlos Prío Socarrás, lo libró a medias de una de sus incursiones por la Cárcel del Príncipe. Allí nace la melodía y letra de El preso, que ningún sesentón olvidaría.

Transcendió como un hombre de su época, bohemio, parrandero, machista y consecuente con su origen de clase.

Porque Daniel Santos, como nacionalista puertorriqueño, también supo identificarse con el naciente proceso de cambio que se gestaba en Cuba. De ahí surge su inolvidable obra, que todos los días 26 de Julio ponen en la TVC, sin que ningún joven sepa, que ése es el boricua. Son las estrofas de un himno que exhorta “ayúdalos a vencer”.

Lo escribió sobre una servilleta en Venezuela, al conocer por la prensa sobre la supuesta muerte de Fidel en la Sierra Maestra. Así se llama la canción. La grabó clandestinamente en Nueva York y vendió personalmente los discos para ayudar al Movimiento 26 de Julio. Mantuvo también el apoyo a la Revolución cubana incipiente. De todos esos tonos estaba hecho el Anacobero.

No le resultó indiferente a nadie. Los más importantes músicos lo buscaron, compartieron escenarios, bares y cantinas. Las mujeres que lo amaron, aún suspiran. Ésa, es otra historia. Sólo se reconoce un hijo nacido en La Habana de su matrimonio con la cubana Eugenia Pérez.

Además de con La Sonora Matancera, con quienes alcanzó la cima de su popularidad en La Habana grabó con la Orquesta Los Jóvenes del Cayo. Los testimonios de sus sobrevivientes, como de otros artistas contemporáneos, se atesoran como parte de una investigación cultural demostrativa del vínculo histórico entre Puerto Rico y Cuba.

Daniel Santos hizo época con sus interpretaciones de las más emblemáticas obras de Isolina Carillo, Jesús Guerra y Pablo Cairo, entre otros autores cubanos. Y dio a conocer, con notable éxito, sus propias composiciones musicales, del cual se acumula una obra inmensa.

Hoy, cuando aún resultan tímidas las deferencias a su existencia, Cuba se suma al homenaje por su centenario.

Por On Cuba Magazine, 6 de febrero de 2016.

Nota.- Este texto forma parte de un libro inédito titulado Daniel Santos La Habana que hay en mí. La autora trabaja también en un guion cinematográfico, basado en su propia obra. Para la realización audiovisual se encuentra buscando financiamiento.
Video: Escena de El ángel caído, de 92 minutos de duración. Dirigida por Juan J. Ortega y con Rosita Quintana y Rafael Baladón en los roles centrales, la cinta fue filmada en 1948 en los estudios Churubusco de México y Plaza de La Habana y estrenada el 16 de junio de 1949 en el cine Mariscala, en la capital mexicana. En El ángel caído, Daniel Santos canta y baila con la Quintana, la guaracha Tíbiri Tábara, de Pablo Cairo. Les acompaña la Sonora Matancera, con el pianista Lino Frías, uno de los personajes del mito de la Sonora Matancera. Entre 1937 y 1960, la Sonora participó en ocho películas.

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